En una zona donde los límites de la realidad ceden flexiblemente ante la invasión de una causalidad distinta, que tiene el vértigo de una fantasía dirigida, Isabel Allende cuenta con sencillez una historia de amor. Otra, pero no cualquiera. La historia de la joven que ha sido concebida por una pupila de convento y un indio de ojos amarillos en un arrebato de consuelo y felicidad agónica. Una historia que contiene muchas historias más, algunas de delicadeza tan frágil y decisiva que parecen requerir un repertorio de imágenes a su medida, como si sobre el laberinto tórrido de la selva americana se imprimiese la belleza helada de un paisaje de Brughel.
La imaginación de Isabel Allende es vasta y consecuente: se ocupa de evidencias y secretos, de razones y caprichos, de despotismo recalcitrantes y ternuras súbitas. Una ola suave de erotismo enlaza sus cadencias exactas y deslumbrantes. Bañado por la luz diurna, con la fascinación plausible que un descenso natural evoca, un copo de nieve se derrite en una hoja de palmera. El sonido y la furia encuentran contención en la caja acústica de un reloj suizo, cuyas campanadas nos advierten que la vigilia es esta experiencia directa que la literatura registra mientras el sueño circula en ella entreverando puntos cardinales, difundiendo en las brújulas una música de follajes y de estrellas.
Eva Luna: cuatro sílabas profundas que nos persuaden del poder de esa música, un misterio elaborado con palabras nacidas para perdurar en la memoria que inventan